En los últimos años los grandes incendios han pasado de ser una excepcionalidad a una tónica cada verano, tanto en nuestro país como en el resto del planeta. Esta dramática requiere buscar nuevas soluciones, cambiar enfoques y reflexionar sobre las causas.

Los incendios forestales son inherentes a los bosques mediterráneos, los cuales poseen una vegetación bien adaptada a los mismos. Sin embargo, la modificación del régimen de incendios y del paisaje a manos humanas ha derivado en la compleja situación que vivimos hoy en día, la cual es resultado de la acción de diversos factores interconectados; el cambio climático, el aumento de la superficie forestal por el deterioro de la vida rural y una política forestal basada en las plantaciones de coníferas son los que más afectan a nuestro país.

 

Centrándonos en las políticas forestales por no extendernos en los otros dos temas, tan amplios como polémicos, nos gustaría empezar dándole una vuelta al concepto de bosque;

Un bosque debiera ser un ecosistema equilibrado en el que abundan las especies arbóreas, pero donde también existen arbustos, matorrales y herbáceas.

Sin embargo, los bosques monoespecíficos que cubren buena parte de la superficie de nuestro país, con ejemplares alienados unos con otros procedentes de repoblación, más rentables y fáciles de gestionar para la obtención de madera, han perdida muchas de las características y funciones de los bosques naturales.

Por desgracia no hemos sabido gestionar los bosques para maximizar sus valores, y nos hemos centrado obsesivamente en la producción de madera. Esto ha resultado en unos bosques poco resilientes, muy inflamables y, por lo general, bajos en biodiversidad.

Su gestión forestal se ha basado en un sistema de cortas periódicas que si bien parece muy sensato y medido para la regeneración del bosque en el tiempo (se divide el bosque en zonas y se cortan por turnos, dejando a una superficie recién cortada el tiempo suficiente para alcanzar otra vez la edad de corta mientras se cortan el resto de superficies de manera cíclica) ha obviado un elemento fundamental en los ecosistemas mediterráneos; el fuego.

 

Desde que existen los aprovechamientos forestales la monetización del recurso ha hecho que nadie quiera ver sus futuros beneficios abrasados por las llamas. Así, se fueron eliminando los incendios forestales, cada vez con mayor efectividad según avanzaba la tecnología y los medios disponibles.

Esto ha cambiado en las últimas décadas en la antesala de la situación que vivimos hoy. Al conseguir reducir al mínimo estos incendios periódicos, que regulaban la cantidad de materia vegetal que había en el bosque, la acumulación biomasa vegetal existente es tal que cuando aparece un incendio es prácticamente imposible de controlar a menos que la lluvia o la ausencia de viento ayuden.

 

Vamos a poner un ejemplo para explicar esto. En condiciones naturales, sin supresión de los incendios, un bosque de pinos ardería periódicamente por la acción de un rayo, en frecuencias que, dependiendo de la altitud y la especie, podrían rondar las de un incendio cada 10 años. Si durante un periodo de 40 años eliminas esos 4 incendios periódicos, cuando se desate el quinto su virulencia va a ser exponencialmente mayor a la de los incendios que se extinguieron.

Estos incendios periódicos guardan, o guardaban, un equilibrio natural. Los ejemplares adultos, con su gruesa corteza en el tronco, sobrevivían sin problemas mientras eran los jóvenes los que se quemaban. La regeneración tras el fuego no tenía tiempo de alcanzar grandes alturas en una década y cuando se desataba el siguiente incendio seguía sin poder saltar de estos árboles jóvenes a las copas de los más viejos. El fuego regeneraba el suelo y la primera capa de matorral y arbolado joven, mientras que los arboles adultos, en mucha menor densidad que en los plantaciones generadas por la gestión humana, resistían y seguían cumpliendo su papel de árboles productores de semillas.

 

Visto esto, el contexto de cambio climático que vivimos y la gestión humana de estos bosques, la pasada y la actual, los han convertido en una autentica bomba de relojería que explota cada año en forma de grandes incendios forestales.

Por las condiciones expuestas, cuando se desata un incendio en la actualidad, sea por el motivo que sea, el fuego tiene mucha más facilidad para alcanzar las copas. Esto puede derivar en temperaturas de más de mil grados, frentes de llama de muchos metros de altura y un infierno imposible de apagar.

Ante este escenario, complicado de revertir a corto plazo, no nos quedan más opciones que aumentar los medios en el monte, tanto de extinción como de prevención, y durante todo el año.

En un fuego de copas ya desatado, la temperatura en los frentes de llama hacen imposible acercarse a ellos para la extinción, mientras que normalmente resulta ineficaz arrojar agua desde los medios aéreos a no ser que se haga desde decenas de aviones a la vez, opción logísticamente imposible.

Por todo esto resulta capital tanto la prevención como la rápida actuación de los medios en los primeros estadios del incendio.

Por otra parte abogamos por ir tratando de transformar estos pinares, más parecidos a una caja de astillas que a un bosque, en ecosistemas más diversos, tanto en especies como en etapas de desarrollo, alternando grandes árboles en densidades más bajas con claros, sotobosque y regeneración, y alternando también especies frondosas con coníferas.

 

Desde aquí mandar un abrazo y mucho ánimo a todos los afectados por el reciente incendio de la Sierra de La Culebra. Ojala se aprenda de esto y en el futuro podamos sacar algo positivo de tan enorme tragedia.

 

 

 

 

Sierra de Andújar, 23 de junio de 2022.