En el territorio en el que tenemos la suerte de trabajar, en plena Sierra Morena, hace tiempo que desapareció un elemento fundamental que daba sentido y equilibrio a su bello paisaje. De los altos cerros a sus profundas gargantas, el silencio en las noches de otoño extraña un sonido que evoca leyendas y mitos; el aullido del lobo ibérico.

Que la población andaluza de la especie estaba en grave peligro no era un secreto para comienzos de este siglo, y rapidamente se asumió que los únicos lobos que quedaban al sur de Despeñaperros estaban acantonados en alguna parte de la sierra de Andújar. La tradición lobera en esta serranía ha sido importante, y existen varios escritos que documentan episodios ligados a una buena cantidad de manadas. El hábitat es fabuloso para este cánido, si bien gran parte de la península sería susceptible de albergar lobos si a éstos se les dejara en paz. Por todo esto nos parece interesante aportar nuestro granito de arena a un debate cansino que parece no tener fin en nuestro país.

Como todos sabemos, los lobos llegaron antes que nosotros, mucho antes de que empezáramos a transformar el paisaje que habitaban y mucho antes de que recorriéramos sus dominios acompañados de las especies animales que habíamos logrado domesticar, tales como la oveja, la cabra y la vaca. Resulta que estas especies, procedentes en origen de las ancestrales presas silvestres de los lobos, habían perdido todo su equipamiento etológico al pasar por el filtro de la selección artificial humana, perdiendo así las herramientas que les permitían sobrevivir en la naturaleza. Ya no eran capaces de esconderse, escapar o defenderse en conjunto a la hora de lidiar con el ataque de depredadores. Estas especies se acomodaron a vivir protegidas y alimentadas por los humanos, lo cual, tras varios milenios, redujo su cerebro y su capacidad de sobrevivir sin la atención de los mismos.

Habíamos creado unos animales que solo servían para comer, dormir y reproducirse. Esto era precisamente lo que nuestros antepasados querían, por lo que su domesticación fue un éxito sin precedentes. La aclimatación de plantas y animales, en otras palabras la agricultura y la ganadería, dispararon a la especie humana hasta límites que eran imposibles de imaginar.

Un avance de tal calibre, sin embargo, no pudo permanecer mucho tiempo oculto del resto de animales que compartían con nosotros valles y montañas. Los lobos, linces y zorros de turno vieron en esos torpes animales una oportunidad para optimizar sus rendimientos metabólicos. Así funciona la naturaleza; nadie desdeña consumir más calorías mediante un menor gasto de las mismas. Ni los humanos ni los lobos.

 

Y aquí surgió el problema. Y no es un problema exclusivo de los lobos, si bien estos, por su tamaño, consumen una mayor cantidad de carne en comparación con otras especies más pequeñas, causando por ello un mayor perjuicio en los propietarios de las reses atacadas. No es lo mismo perder 3 gallinas que 3 terneros. Sin embargo, la persecución sin piedad de animales que osaran competir con nosotros es un hecho que existe desde que tenemos conocimiento, y dura hasta el día de hoy. Tan flagrante ha sido a lo largo de la historia que incluso en la segunda mitad del siglo pasado, cuando ya se nos debía de atribuir un mínimo de conciencia ecológica, se incentivaba dicho exterminio por parte de las administraciones pagando por pieza muerta. Zorros, jinetas, meloncillos, linces y aves rapaces fueron perseguidos sin reflexión alguna.

El plan era claro y se sustentaba en un conocimiento muy somero de la pirámide trófica. Si eliminamos los animales de la parte superior, que por equilibrio natural existen en menor número, podremos gestionar a nuestras anchas todo lo que queda en la parte inferior de la pirámide, animales que se dan en mayor número y que sustentaban a los anteriormente eliminados. Unos auténticos lumbreras estos humanos. No hace falta ser un reputado biólogo para saber que esto era una mala idea.

El creciente saber sobre el funcionamiento del mundo en el que vivimos y algunos síntomas perjudiciales consecuentes de este desajuste ecológico, como la destrucción de cultivos realizada por las descontroladas poblaciones de herbívoros, hicieron que la persecución de muchas especies, si bien no cesara por completo, al menos si se redujera.

El lobo, sin embargo, mantuvo su estatus de animal non grato, y el debate divide aún hoy a los que quieren vivir sin lobos y los que quieren lo contrario. Para complicar más la situación aparece un componente demográfico fundamental, endémico de nuestro país, que dificulta la posibilidad de entenderse entre ambas partes; la profunda brecha entre el mundo rural y el urbano.

La comunidad científica que asesora y los defensores del lobo por principios éticos están asociados, en muchos casos erroneamente, al mundo cosmopolita de las ciudades. Mientras, los ganaderos y gentes rurales que padecen los daños de la coexistencia con el animal viven normalmente alejados de estas, y no les gusta ver como desde un despacho en la gran urbe se dictamina sobre los temas que a ellos les afectan en primera persona.

Este enfrentamiento entre campo y ciudad es otro problema atávico que alcanzó su punto de no retorno con la mecanización de la agricultura y el posterior éxodo rural de mediados del siglo pasado. Las ciudades multiplicaron rápidamente su extensión mientras que la España interior se vaciaba y quedaba casi olvidada para los que prosperaron en una nueva vida en la metrópolis. Los pocos que quedaron en el campo exigen, y por desgracia muchas veces necesitan, ayudas para poder mantenerse en estos territorios atendiendo un sector primario que la industrialización ha devorado casi por completo.

 

Desde nuestro punto de vista, ha llegado el momento de gestionar la naturaleza, y todo lo demás, de una manera racional basada en la justicia ecológica y el conocimiento científico. No podemos prescindir de especies que contribuyan al equilibrio de los ecosistemas ni seguir promulgando las prácticas que hace medio siglo llevaron a un gran número carnívoros al borde de la extinción. Sabemos mucho sobre como funciona el medio natural y sabemos lo que puede pasar si eliminamos los lobos. Por desgracia la sierra de Andújar es un ejemplo de ello, donde la gran presión de herbívoros amenaza un hábitat natural de gran biodiversidad por el que aún campan muchos de los taxones más representativos de la fauna mediterránea.

De igual manera, también sabemos de las dañinas consecuencias del cambio de la ganadería extensiva por la ganadería industrial. Cuantas menos reses queden en el monte y más reses estén estabuladas en las grandes granjas más cerca estaremos de desconectarnos totalmente de la naturaleza que nos sustenta.

Hay que proteger a ambos, a lobos y a ganaderos. Sin medias tintas, de la forma que sea más efectiva. Existen herramientas de sobra. Subvencionar medidas protección, pagar a tiempo los daños y valorar e incentivar los productos compatibles con los lobos son algunas de ellas.

 

Por desgracia tanto los pastores serranos como los lobos han desaparecido en gran parte de nuestra geografía. Y no nos podemos permitir la desparición de ninguno de los dos.